‘EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO’, CRIMEN Y CASTIGO Crítica

 Ensayo, error, consecuencia y castigo. Podría parecer fácil, y quizás lo sea, pero tras estas cuatro palabras se esconde el universo íntegro de la última película de Yorgos Lanthimos. El cineasta griego abandona los análisis sociológicos en torno a la familia, la pareja o la propia muerte para dejarse caer en un abismo mucho más profundo en el que siguen residiendo todos estos significantes. La propuesta que late tras El sacrificio de un ciervo sagrado no puede ser más sencilla: una venganza. Sin embargo, la maestría perversa del ateniense, quizás más en el guión, en el que repite junto a Efthymis Filippou, pero también en la dirección, elevan la sencillez hasta cumbres difícilmente alcanzables.

Lanthimos vuelve a demostrar que no se casa con ninguno de sus personajes. Muy pronto, la extrañeza empieza a gobernar cada minuto de metraje. La puesta en escena se alía con la estrategia perturbadora del director (mérito suyo, claro) para inquietar, molestar y taponar las vías de escape. El que observa comprende pronto que no hay salida, que tras los interminables pasillos iluminados con tungsteno las puertas son giratorias. Como viene siendo habitual en la filmografía del creador heleno, la forma y el fondo se conjugan a la perfección para proporcionar esa sensación de angustia tan característica. Así, la música llena de estridencias, el corazón abierto del plano de apertura, los encuadres angulados y llenos de líneas o la forma y distancia en la que se filma a los contendientes inquietan por igual y se constituyen como una excelente vía de contemplación de los métodos del artífice de Canino (Grecia, 2009).

La cámara del cineasta –y con ella su mirada– se mueve con la elegancia de la duda. En arenas constantemente movedizas. No obstante, todo es concepto en El sacrificio de un ciervo sagrado. Todo el aparataje de líneas, tangentes, paralelas, perpendiculares; todo el artefacto fotográfico –delicioso trabajo de Thimios Bakatatakis–; incluso la calculada dirección de interpretación que se intuye tras las metamorfosis llenas de mueca de Colin Farrell o Nicole Kidman. Todo ello remite, sin escapatoria, a un rostro: el del sorprendente y aterrador Barry Keoghan. El ángel de la venganza. El justiciero, acreedor de la última palabra en el macabro juego que propone a la aparentemente “modélica” familia.

Sin embargo, lejos de la coletilla fácil y la moralina, Lanthimos vuelve a situarse sobre su propia cima, sin acercarse ni alejarse en exceso a ninguno de sus personajes. Así lo subraya su cuidadísimo estudio de la arquitectura de planos –la cámara permanece siempre a una distancia idéntica sobre cada protagonista–, sin centrarse o poner el foco más sobre unos u otros. Además, a través del sutilísimo uso del zoom, el ateniense consigue inocular un halo de amenaza en la estela que deja cada miembro de su elenco. Todos resultan inquietantes, ya sea desde el silencio o desde el verbo, desde la acción o desde la quietud, desde la luz o la sombra. Nadie escapa al juego de máscaras del autor de Alps (Grecia, 2011), como muestra el exquisito plano que cierra el film: una mueca que podría parecer una sonrisa en el personaje menos indicado. O todo lo contrario. Otra muestra más de que Yorgos Lanthimos es un artista único en eso de aterrar desde la calma, la quietud y el silencio de una tranquilidad que se resquebraja. El más inteligente agitador de conciencias, el más perverso generador de desconcierto y el provocador del grito más sigiloso.

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