‘EL MUSEO DE LAS MARAVILLAS’, PANORAMA ÍNTIMO SOBRE LA MEMORIA

 Cada ciudad es un gran contenedor de historias. Un baúl en el que cada habitante guarda sus propios recuerdos. En ocasiones, un edificio puede llegar a acumular las memorias de infinidad de personas distintas. Así se construye lo que se suele denominar como la memoria colectiva. Cientos de intrahistorias que terminan por conformar un nombre, una identidad global. Como arte, el cine también tiene esa capacidad de convertirse en un museo de las maravillas personal. Cada persona vive, a su manera, en las películas que ve, disfruta y sueña. Bien lo sabe Todd Haynes. En su última obra, Wonderstruck, el cineasta se guarda un as bajo la manga para su resolución. Una última fantasía con la que consigue equilibrar la balanza de su propuesta, descompensada desde los primeros compases.

Hasta ese último giro, previsible, por otra parte, aunque agradable y emotivo en su ejecución, El museo de las maravillas se compone de dos historias trenzadas por esa magia insondable que es el paso del tiempo. Dos momentos históricos, 1927 y 1977, separan el Nueva York en el que dos niños tratan de hacerse entender y, a la vez, comprender ese difícil mundo que residen los adultos. El juego de espejos es interesante, complejo en algunas ocasiones y demasiado espeso en otras. La metáfora de la sordera, aunque tal vez de brocha gorda, resulta efectiva en su simbolización.


Haynes juguetea con la forma y consigue adaptar la puesta en escena de cada fragmento al cine de la época que recrea. Un movimiento cinematográfico que desvela la autoconsciencia del director sobre sus propios métodos. Sin embargo, lejos de la sutilidad que mostraba en Carol, su anterior título, el trazo es grueso en El museo de las maravillas. Ayuda a ello el desequilibrio existente entre los ritmos impuestos a cada uno de los fragmentos y el constante duelo entre emoción y contención. Al contrario de su predecesora, el montaje de sonido va de más a menos y la composición de Carter Burwell termina por machacar en exceso el pabellón auditivo del espectador.

No obstante, la cinta de Haynes va ganando peso poco a poco y, de menos a más, termina por alzar el vuelo para recuperarse del bache inicial. Quizás el fenómeno tenga que ver con el aumento de la presencia de Julianne Moore, que se instituye como baluarte en el cierre de la historia, aportando ese lado personal, íntimo y familiar a través del símbolo y la metáfora. El Panorama del Queens Museum de Nueva York se edifica como un mapa guardián de los recuerdos. Como esa cicatriz que termina por dejar la vida. La simbolización de lo que puede llegar a ser el cine para cada par de ojos que lo miran. Algo infinitamente especial. Un panorama íntimo sobre la memoria.



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